Huente: elDiario.es

7 de noviembre de 2022 19:47h (Actualizado el 08/11/2022 05:30h)

Un reciente tweet al hilo (nunca mejor dicho) de las diferencias fonológicas entre el andaluz y el castellano, según lo cuenta un libro escolar, en el que se dice literalmente que el llamado ceceo se da “en algunas zonas de Andalucía, sobre todo en sectores de cultura baja”, ha reeditado la perenne cantinela del discurso filológico todavía dominante, el cual rebaja a la lengua natural de Andalucía “al más ínfimo escalón”, por rescatar el verso del inolvidable Juan Carlos Aragón, de lo lingüísticamente correcto.

“Había más cultura en mis abuelas que un chaval de Madrid con tres másters”, era una de las respuestas del citado hilo de Twitter. Llueve sobre mojado, pero hay que puntualizar que los ataques no siempre vienen de fuera. Tenemos al enemigo en casa y quien esto escribe, docente de secundaria, lo sabe bien, porque este tipo de aberraciones, tan abundantes en los manuales de lengua que se manejan en nuestras aulas (plagados de “vulgarismos” y “reconquistas”), están redactadas por gente de aquí, que se encarga de los contenidos específicos de las ediciones andaluzas.

Naturalmente, no todo es el discurso explícito de los textos escolares. Ahí está el mensaje implícito de los medios de comunicación, en los que, como ha señalado el escritor chiclanero Tomás Gutier, se nos ha “acostumbrado a identificar a quien habla en andaluz como una persona de baja instrucción académica o como un gracioso”. La prueba es que “el tonto habla en andaluz y el listo en castellano; el abogado en castellano y el delincuente en andaluz; la chacha en andaluz y el señor de la casa en castellano y los programas serios se realizan en castellano, mientras que, cuando se cuenta un chiste, aunque el señor haya nacido en Pontevedra, lo hace imitando el habla andaluza”. Ahí tenemos en Antena 3 a uno de los escasos presentadores de la parrilla televisiva andalohablantes, un futbolista conocido por sus píldoras humorísticas.

Es normal si tenemos en cuenta que el considerado pope de la filología oficialista especializado en nuestra forma de hablar, nos regalaba perlas como estas: “Buscar presentadores que hablen en andaluz para contar los partes de guerra de Kosovo es una idea que me parece de una sandez supina […] Más aún, hay un hombre que da o daba los informes sobre el tiempo y para quien hacía falta un dialectólogo que supiera traducirle”.

En la misma línea, uno de sus colegas, con el que el anterior colaboró en la elaboración del primer atlas lingüístico de Andalucía (con una metodología de aquella manera, aunque propia de lo que daba la época), consideraba los llamados seseo y ceceo un “exagerado evolucionismo fonético andaluz, recordando la explicación más convincente y aceptada”; a saber, “la pereza articulatoria del hombre andaluz, quizá ocasionada por el clima o la psicología, que tiene como consecuencia la relajación articulatoria”. Ya decía Ortega y Gasset, su referente para tal hipótesis convincente y aceptada, que, “en vez de esforzarse para vivir”, la persona andaluza “vive para no esforzarse, hace de la evitación del esfuerzo principio de su existencia”.

Pero volvamos a los medios de comunicación y tomemos otras muestras de lo que señalaba Gutier. El único personaje que habla andaluz en la serie de la arriba mentada cadena Amar es para siempre (o al menos, que quien esto escribe haya detectado en sus incursiones a golpe de zapping) es un presidiario, claramente procedente de entornos marginales, interpretado por el ndaluz Manolo Caro, en cuyo videobook de las series en las que ha intervenido, por otra parte, podemos comprobar que solo habla andaluz cuando encarna a delincuentes, caso de Brigada Costa del Sol, de Mediaset, en la que hace de narcotraficante y donde, nótese bien, su oralidad está marcada (¡oh coincidencia!) con el mencionado ceceo.

En la citada serie de Antena 3 participa otra andaluza, paisana de Tomás Gutier, por más señas, Pepa Rus. Interpreta al personaje de Rocío Morón, una mujer que “se dio cuenta de que podía vivir como una víctima o como un ser humano y salir adelante. Ha desarrollado una personalidad arrolladora y una actitud poderosa”, nos dice la reseña de la cadena; por tanto, habla en castellano centropeninsular. La misma actriz, en la serie Aída, encarnaba a Macu, “una guarrilla, paleta, de pueblo, bruta como la pila de un pozo y de aspecto nada agraciado” que hablaba “con un acento muy raro” y que “no” podía “pronunciar la ese”. Sí, ya se lo pueden imaginar: allí hablaba en andaluz zeteante, el propio de su lugar de origen. ¿Consideraría el académico que nos prevenía contra los partes de guerra en andaluz necesario para ella o para el recluso de Amar es para siempre el doblaje o los subtítulos, tal como demandaba la traducción de un dialectólogo para el hombre que proporcionaba el pronóstico meteorológico en los informativos?

Tal estereotipia dramático-lingüística era puesta de manifiesto con ironía por el director teatral y profesor Juan Carlos Sánchez, quien recordaba a su alumnado a través de un Manual de casting para actores andaluces algunas reglas no escritas, pero de obligado cumplimiento a la hora de encontrar trabajo para las pruebas de interpretación. Primero, “si haces una prueba en Andalucía, asegúrate antes de si la quieren en andaluz o en castellano”. Segundo, “si la prueba es en Madrid, ni se te ocurra hacerla en andaluz porque les harás mucha gracia, pero no te llamarán ni para ese ni para muchos otros personajes”. Tercero, “si es el caso, raro, de que necesiten actores andaluces, tírate a fondo, representa el andaluz a tope, manotea, no pares de decir ocurrencias, ríe constantemente, muéstrate anárquico y desorientado. Y con suerte harás de criada, de mariquita, de yonqui, etc. Esto es así”. 

Y es que, por si el discurso implícito de los medios no fuera suficiente, ahí tenemos las apariciones en ellos de la mayor parte del estamento académico. Ya decíamos que con la versión del ceceo como cultura baja en el libro de texto llovía sobre mojado. Un filólogo, catedrático de la Universidad de Sevilla y miembro de la sucursal de la RAE, andaluz, pero que a lo largo de toda una entrevista televisiva exhibía una impecable dicción vallisoletanizada, llegaba a afirmar allí que “la cultura escrita es la cultura, en el fondo”. Se entiende “en el fondo” como únicamente, por oposición a la oral; cabría preguntarnos, ante tal aserto, si el flamenco o el romancero empezaron a ser cultura solocuando a alguien le dio por recoger esos textos orales por escrito.

Pero parece que tampoco. Al modo del perro del hortelano, después de que el 9 de mayo de 2015 fuera presentada en Sevilla una traducción al andaluz mijeño de Le Petit Prince, el clásico de Antoine de Saint-Exupéry, otra (hoy) catedrática de la misma universidad nos advertía en Canal Sur Televisión Noticias del peligro de que “este tipo de prácticas gráficas incide en el tópico del andaluz más vulgar”; esto es, aquel en el que incurriremos si osamos pronunciar “barcón” o “arcarde”. Que “no pasa nada”, ojo, “si lo decimos en el bar o con los amigos”, recularía dos años después en la cadena radiofónica de la RTVA en la edición del 2 de agosto de 2017 del programa La hora de Andalucía. “La cuestión está en no utilizarlo cuando estamos en una tribuna más cuidada”: es decir, no hacer uso de “algunos rasgos del habla andaluza”, sobre todo, “cuando hablamos para los medios o cuando se habla en una tribuna política”.

Estamos ante un precepto que recuerda a aquellos argumentos que se esgrimían (y esgrimen) en torno a cuestiones como la diversidad sexual o el matrimonio igualitario. Igual que para que exista discurso homofóbico no se precisa el extremo de, pongamos por caso, la apología del asesinato o la violencia física contra personas del colectivo LGTBIQ+, la andalofobia lingüística tampoco necesita que se llegue a decir que el andaluz implica hablar mal, o que “es una deformación del castellano”, como sentenció un famoso tertuliano político y director de periódico en una ocasión. Basta con aquella admonición de “eso si quieres lo haces en tu casa; pero en público, no”. Que se lo pregunten a María Jesús Montero.